

Por: Lic. Laura Caballaro, especial para LVN
Hubo un tiempo en que el piropo callejero se celebraba. Se lo veía como un gesto inofensivo, incluso galante. Muchos hombres creían que, al lanzar una frase supuestamente halagadora, estaban simplemente “admirando la belleza” de una mujer. Pero lo que no se veía —o no se quería ver— era que en ese gesto aparentemente inocente ya se encontraba latente una forma de violencia.
Desde el psicoanálisis, podemos entender que el piropo no es simplemente una palabra bonita. Es un acto de lenguaje que revela algo más profundo: el deseo y el fantasma del sujeto que lo emite. El piropo irrumpe, invade, irrumpe en la realidad del otro sin su consentimiento. Le exige una posición. Lo hace parar. Lo interpela desde un lugar que, muchas veces, nada tiene que ver con ese otro real que camina por la calle, ajeno a esa mirada cargada de expectativas.
Muchos hombres creían que, al lanzar una frase supuestamente halagadora, estaban simplemente “admirando la belleza” de una mujer
Cuando Lacan hablaba del deseo, nos enseñaba que siempre está atravesado por la falta, por la fantasía, por lo que no se tiene. Y es ahí donde el piropo se vuelve algo más que una frase: se transforma en una forma de violencia simbólica, porque obliga al otro a responder (aunque sea con el silencio o la incomodidad) a una escena que no pidió protagonizar.
Durante décadas, las mujeres aprendimos a naturalizar esa incomodidad. A bajar la mirada, a caminar más rápido, a reírnos por compromiso o a quedarnos paralizadas. Porque no se nos enseñaba que teníamos derecho a no ser interpeladas, a no ser deseadas en ese momento, por ese otro, desde esa mirada.
Las mujeres aprendimos a naturalizar esa incomodidad. A bajar la mirada, a caminar más rápido, a reírnos por compromiso o a quedarnos paralizadas
Hoy, por suerte, esa escena empieza a resquebrajarse. Ya no nos parece halagador que alguien se apropie de nuestro cuerpo con la palabra. Ya no aceptamos que nos digan cómo se supone que debemos reaccionar ante un comentario no solicitado.
El piropo callejero ya no es gracioso. Es un recordatorio de una cultura que nos quiso objetos de deseo, incluso en contra de nuestra voluntad. Y aunque aún falte mucho por deconstruir, saber esto ya nos permite caminar distinto. Más libres. Más conscientes.